lunes, 8 de febrero de 2010

Crónica de "la jura" (10 de diciembre 2009-primera parte)

Había policías grandotes con escudos como los que se ven en Avenida de Mayo cuando hay alguna manifestación y una valla pesadísima. Alrededor, la gente invitada para ver la jura de los diputados en la Cámara de La Plata empezaba a hacer fila. Pero la fila se transformó enseguida en un amontonamiento trabado por bastante tiempo bajo el sol del mediodía terrible -acá no es como en Bahía, el calor seco de allá que se soporta más. El lugar común de la humedad asesina es cierto.

Cuando la gente se junta, se separa enseguida o se sincroniza. Como en los recitales el ritmo del pogo, cada uno empezó a levantar su tarjeta de invitación y a quejarse del calor. El policía importante que tomaba las decisiones todavía no daba la orden de abrir. El sonido de fondo eran bombos, gente que apoyaba a Bruera se desparramaba alrededor; los árboles justo no daban sombra donde estábamos nosotros pero ellos se veían relajados bajo las ramas, bien.
A los diez minutos el amontonamiento se transformó en masacote furioso y móvil: la fuerza centrífuga de los empujones de los de atrás y la valla inmóvil termina invariablemente en aplastamiento rotundo.
Y yo, que venía bufando en silencio, no pude más que pedirle dramáticamente al policía que estaba tres centímetros de mi cara como en ese plano del hombre araña y la chica que cuelga, pero cero romántico, sin nada de glamour:
-¡Por favor, señor, por favor, que me están aplastando, me voy a desmayar, déjenos pasar!
Me di cuenta de que a los policías no se les dice "señor" sino algo más específico, "agente" u "oficial"; pensar ese dato en ese momento, era cuanto menos irrelevante.
Después sin querer me salió una voz ronca y furiosa, cuando giré hacia atrás para rogar:
-¡Che, dejen de empujar por favor!- pero parecía que no había ninguna voluntad, el masacote no tenía un líder que pudiera cambiar la dirección y cada uno por separado tampoco sentía que podía evitar nada.
Cuando el policía importante dio la orden, mi cuerpo siguió todo el recorrido de la valla, como un mosquito que queda pegado a una telaraña rígida. Todo el resto pasó a mis espaldas. Entré casi al final, con un zapato menos que recuperé enseguida, despeinada, muerta de calor y desorientada, todavía no sabía bien por dónde había que ir.

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